Mi mejor
amiga lloraba diario. Caminaba cabizbaja, con los brazos cruzados alrededor de
su torso: abrazándose a sí misma, como para no desintegrarse en el camino. Sus
ojos, antes brillantes, se habían apagado en un opaco iracundo, y sus manos ya
no vibraban las cuerdas de esa guitarra que tanto quería.
La
música, su música, se la había llevado un engaño. No quedaba espacio.
Yo
enjugué sus lágrimas y sostuve su mano. Me atreví a aconsejarla con severidad. Le
hablé sin parar sobre conceptos que ahora me parecen tan vacíos como “la
neutralidad”, “las ofensas no intencionadas”, “la tolerancia”. Saqué la cara
por el ofensor, mi amigo, más de lo que él valoraría o de lo que estaría
dispuesto a hacer después por mí, y
sellé mi destino en nombre de la diplomacia.
Ella sólo me miraba con un mar de ojos, lacerada, mientras yo le hablaba a
cuchilladas “por su bien”.
Dos
años después me sorprendí a mí misma llorando a diario. Caminaba encorvada,
mirando hacia todas partes menos hacia delante. Mi cabello, antes mi mejor
atributo, caía en estropajos sobre mis hombros y mis pies habían dejado de danzar.
Cada paso tenía que ser pensado, exhalado, sufrido y después curado.
El
movimiento también se lo había llevado un impostor.
Ella
se sentó a mi lado en silencio. Me observó quedarme dormida, con las lágrimas congeladas
bajo unos ojos semiabiertos. Me escuchó vociferar, especular, culpar, lamentar
lo mismo que yo le reprendía. Y me dijo lo que yo nunca supe decirle: nada.