miércoles, 27 de marzo de 2013

Quemaduras


Mi mejor amiga lloraba diario. Caminaba cabizbaja, con los brazos cruzados alrededor de su torso: abrazándose a sí misma, como para no desintegrarse en el camino. Sus ojos, antes brillantes, se habían apagado en un opaco iracundo, y sus manos ya no vibraban las cuerdas de esa guitarra que tanto quería.

La música, su música, se la había llevado un engaño. No quedaba espacio.

Yo enjugué sus lágrimas y sostuve su mano. Me atreví a aconsejarla con severidad. Le hablé sin parar sobre conceptos que ahora me parecen tan vacíos como “la neutralidad”, “las ofensas no intencionadas”, “la tolerancia”. Saqué la cara por el ofensor, mi amigo, más de lo que él valoraría o de lo que estaría dispuesto a hacer después por mí,  y sellé mi destino en nombre de la diplomacia.  Ella sólo me miraba con un mar de ojos, lacerada, mientras yo le hablaba a cuchilladas “por su bien”.

Dos años después me sorprendí a mí misma llorando a diario. Caminaba encorvada, mirando hacia todas partes menos hacia delante. Mi cabello, antes mi mejor atributo, caía en estropajos sobre mis hombros y mis pies habían dejado de danzar. Cada paso tenía que ser pensado, exhalado, sufrido y después curado.

El movimiento también se lo había llevado un impostor.

Ella se sentó a mi lado en silencio. Me observó quedarme dormida, con las lágrimas congeladas bajo unos ojos semiabiertos. Me escuchó vociferar, especular, culpar, lamentar lo mismo que yo le reprendía. Y me dijo lo que yo nunca supe decirle: nada.